Como no se compite en belleza y en esto de reciclar nadie es menos que nadie, reconociendo la absoluta estupidez de todos, (única receta para aprender según Socrates...) dejamos el premio vacío. Lo que equivale a reconocer que todos estáis llenos, pues este blog se hizo entre tod@s. GRACIAS.
Si se saca energía, tal vez se convoque a los locos/as soñadores a caminar y recitar algunos de estos poemas en un vertedero de verdad, eso sí, luego caminaríamos en dirección a un paisaje limpio y bello. No prometo nada. La fortuna dirá. Eso no resta para que me sienta orgulloso de tod@s.
Las razones por las que se hizo este falso concurso, las encontrarás en este trozo reciclativo:
Extracto ELOGIO DE LA NECEDAD de ERASMO de ROTTERDAM.
Los oradores, aunque alguna vez
se apartan de mis principios y se relacionan algo con los filósofos, me pertenecen,
a pesar de todo, por diversas causas. Citaré solamente una: ¿No dicen continuamente
infinidad de tonterías? Además, ¿No han escrito largos y serios trabajos sobre el arte de
bromear? El autor, quienquiera que sea, que dedicó a Herenio su tratado sobre el Arte
de hablar, considera la locura entre el número de las bromas. Demóstenes, el príncipe
de los oradores, ha escrito sobre la risa un capítulo más largo que La Iliada.
En fin, están tan persuadidos del poder de la
locura que creen que una broma es con frecuencia más adecuada para
resolver una dificultad que los razonamientos más serios. Nadie me discutirá que
son las bromas el mejor medio para hacer reír.
Los que corren tras la
inmortalidad escribiendo libros, son poco más o menos de la misma ralea que los oradores. Me
deben grandes favores. Pero yo inspiro principalmente a los que escriben
bagatelas y tonterías. Para esos autores que por medio de sus obras sensatas
aspiran al beneplácito de un reducido número de lectores de sentido común y no rehúsan
aceptar como jueces a Perse y Lélio, su suerte me parece más digna de piedad
que de envidia. Torturan sin cesar su espíritu, cambian, tachan, añaden,
repasan, corrigen, consultan; siempre descontentos de lo que hacen, trabajan
durante nueve o diez años hasta publicar su obra. Después de tantas vigilias,
penas y trabajos, tras tantas noches sin gustar las delicias del sueño, ¿Cuál
es su recompensa? La cosa más vana y frívola del mundo: la aprobación de un
reducido número de lectores. Pero eso no es todo; la pérdida de la salud y el
reposo son las tristes consecuencias de su aplicación. Privados de todos los
placeres de la vida, se ponen pálidos, delgados, anémicos, algunos hasta
ciegos; la pobreza los acaba, la envidia los atormenta, la vejez les alcanza en
medio de su carrera y después de haber experimentado toda esta clase de males
terminan con una muerte prematura. Tal es la serie de desgracias que un
escritor de talento no teme atraerse para tener el placer de ser elogiado por
tres o cuatro desgraciados como él. Por el contrario, feliz el autor que
escribe bajo mis auspicios. No conoce ni
el dolor ni el trabajo, escribe todo lo que se de ocurre, imprime todos los sueños de su
imaginación calenturienta; nunca rectifica, nunca corrige, persuadido de que
cuantas más tonterías publique mayor será su éxito, es decir, que gustará a la
inmensa muchedumbre de locos e ignorantes. Si el reducido número de sabios y
gente de talento de desprecian, ¿qué de importa? Los silbidos de dos o tres
personas sensatas serán apagados por los ruidosos aplausos de la gran mayoría
que de admira.
Los que publican con su nombre las obras de
otros, son aún más prudentes; usurpan sin pena ni gloria lo que
ha costado tantos trabajos y sudores a sus autores. Ellos saben bien que tarde
o temprano se descubrirá el plagio, pero entretanto disfrutan del placer de ser
admirados. Hay que ver cómo se ahuecan cuando les alaban o los señalan al pasar
por la calle y alguien dice: “ese hombre es admirable.” Cuando ven sus libros
en los escaparates de las librerías y leen sus nombres con dos o tres
seudónimos, generalmente extranjeros, que parecen mágicos. ¿Qué son, en
realidad, todos esos nombres? Eso: nombres y nada más. Con tantos millones de
hombres como hay en el mundo, solamente algunos han oído hablar de ellos y de
éstos sólo unos pocos hacen caso, porque los gustos de los ignorantes son tan
distintos como los de los sabios. Con frecuencia se ponen ellos mismos estos
seudónimos o los sacan de algún autor antiguo. Uno se firma Telémaco, otro Esteleno
o Laertes, éste Polícrates, aquél Trasímaco. Es como si se hiciesen llamar Camaleón
o Calabaza y que al ejemplo de algunos filósofos designasen sus libros por las letras
del alfabeto. Pero nada es más divertido que ver los elogios que se prodigan mutuamente
en cartas, poesías y panegíricos. Son locos que alaban a locos, ignorantes que admiran
a ignorantes.
“Superáis a Alceo” -dice uno- “Y vos tenéis
más talento que Calímaco” -responde
el otro. “Sois más elocuente que
Cicerón” -exclama uno- “y vos mil veces más sabio que el divino Platón”
-replica el primero.
Otras veces escogen un antagonista famoso para
dar más relieve a su gloria. A la vista de sus debates, el público
indeciso divide sus opiniones:
“Scinditur incertum studia ¡ti contraria
vulgus”,
hasta que al fin ambos campeones
satisfechos de su éxito salen de la liza con aires de vencedor atribuyéndose
cada uno la gloria del triunfo. Las gentes sensatas se mofan de estas locuras y
tienen razón, pero no es menos cierto que tales autores son felices gracias a mis
dones y prefieren sus triunfos a los de los Escipiones.
Todos estos falsos sabios que veo reírse de
tan buena gana de estas cosas y que les divierte tanto burlarse de las
locuras de los demás creen no estar en deuda conmigo, pero la tienen y muy
grande, os lo aseguro. Si osaran negarlo pecarían de ser los más ingratos del
mundo.